COLABORACIONES

Seis siglos de devoción

Es bien conocido el hecho de que la espiritualidad es el fundamento de una Hermandad, que es una institución religiosa de la Iglesia Católica, con el carácter de una asociación pública de fieles, destinada a dar culto interno y externo a los Venerados Titulares, profundizar en la fe y fomentar una vida más auténtica, conseguir el perfeccionamiento espiritual a través de las actividades de la penitencia, piedad y caridad, y atender a la evangelización de sus miembros mediante su formación religiosa.

En aras de cumplir con estos fines, la Hermandad del Santo Entierro de Sevilla celebra anualmente los cultos prescritos en sus Reglas, fomenta las acciones de catequesis y realiza con una gran ejemplaridad su estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral en la tarde del Sábado Santo.

Este artículo consta de dos partes. En la primera vamos a considerar las diferentes facetas espirituales y de fe que informan el carácter propio de esta Real Hermandad, ofreciendo una visión histórica y devocional de cada uno de sus carismas religiosos. Así, en primer lugar, abordaremos la radical dimensión eucarística que le es inherente como Hermandad Sacramental. Y luego profundizaremos en cada uno de los demás Titulares que le dan pleno sentido como una Hermandad de Penitencia: el Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo, el Triunfo de la Santa Cruz y la Virgen -la Bendita Madre Dolorosa- en su advocación de María Santísima de Villaviciosa. Y en la segunda parte trataremos sobre el cortejo de la Cofradía, sobre su historia, sus peculiaridades y su composición actual.

PRIMERA PARTE LOS SAGRADOS TITULARES: HISTORIA Y DEVOCIÓN

1 | Hoc est corpus meum

Con estas palabras: "Hoc est corpus meum, quod pro vobis datur" (Lc. XX, 19), instituyó Cristo la Sagrada Eucaristía en su Última Cena. "Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros". Comentando este pasaje, San Cirilo de Alejandría dice: "No te preguntes si esto es verdad, sino más bien acoge con fe las palabras del Salvador, porque Él es la verdad, no miente" (Commentarius in Lucam, 22,19). Y Santo Tomás de Aquino afirma: "La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento no se conoce por los sentidos, sino solo por la fe, la cual se apoyaen la autoridad de Dios" (Summa theologica, 3, q. 75, a. I).

Desde antiguo, la Hermandad del Santo Entierro, a pesar de no haber radicado en sedes parroquiales, ha tenido una clara vocación eucarística, lo que la llevó a ejercer funciones de Cofradía Sacramental en el templo del Monte Calvario, collación de San Vicente, que era la iglesia del Colegio de San Laureano, de la Orden de la Merced Calzada, donde estaba constituida canónicamente la corporación, extramuros de la Puerta Real. Se ocupaba de la instalación del Altar y Monumento para el Jueves y Viernes Santo, costeando su cera y exorno, y la llave del Sagrario le era entregada esos días a un oficial de la Junta de Gobierno o le era colgada de una cinta a la imagen de la Virgen de Villaviciosa. Por escritura concertada con la Orden, fechada el 8 de marzo de 1759, la Hermandad del Santo Entierro se obligaba con los religiosos mercedarios a continuar prestando los servicios propios de una Sacramental, usando desde entonces este título, que quedó oficializado en las Reglas aprobadas por el Consejo de Castilla en 1805. Este carácter ha informado, pues, desde entonces la espiritualidad de la Hermandad, patente en sus cultos, en la cera roja que usa en todas sus procesiones y el cuidado del Sagrario en su actual templo de San Gregorio.

En la liturgia de la Misa manifestamos los fieles nuestra fe en la real presencia de Cristo bajo las dos especies del pan y del vino, entre otras formas, arrodillándonos o inclinándonos profundamente como signo visible de adoración al Señor. "La Iglesia Católica ha dado y continúa dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía, no solamente durante la Misa, sino también fuera de la celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo" (Mysterium fidei, 56).

El espléndido Sagrario de plata (tabernáculo) que preside nuestro altar mayor es una buen ejemplo del celo eucarístico de la Hermandad del Santo Entierro, que organiza los Sagrados Oficios del Jueves y Viernes Santo en la Iglesia de San Gregorio, como Hermandad Sacramental que es, y realiza la instalación y alumbrado del Monumento a su cargo y expensas.

Además de ello, la corporación ofrece una Función Sacramental en las vísperas de la festividad del Corpus Christi, mantiene Misa de Hermandad todos los lunes del año, jubileo de las 40 horas en septiembre y participa con un turno (desde las 23,00 a la 1,00 de la madrugada) de Adoración Perpetua en la Capilla de San Onofre (Plaza Nueva). Todo ello testimonia claramente la vocación eucarística de la Hermandad del Santo Entierro.

Por la profundización de la fe en la presencia verdadera de Cristo en su Eucaristía, la Hermandad ha tomado siempre conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, siguiendo el magisterio de la Iglesia, ha colocado el Sagrario en un lugar particularmente digno del templo del Santo Sepulcro y San Gregorio Magno: el centro del altar mayor, de forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento.

Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta espacial manera. Puesto que iba a dejar a los suyos bajo la forma visible, quiso darnos el regalo de su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz en holocausto por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con el que nos había amado "hasta el extremo" (Jn. 13, 1). En efecto, en su presencia eucarística permanece Dios misteriosamente en medio de nosotros, como quien nos amó y se entregó por nosotros (Ga. 2, 20). En la Eucaristía encontramos la manifestación más alta del amor de Dios a todos los hombres y la muestra de fe más significativa con que la Iglesia rinde culto a Cristo y, por Él, al Padre con el Espíritu Santo.

El misterio contenido en la celebración eucarística es el soporte firme de la experiencia de fe de los cristianos: Cristo es nuestra Pascua y el pan vivo. Por medio de su carne animada por el Espíritu Santo da nueva vida a los hombres a quienes se invita a ofrecerse, junto con Él, al Padre y ofrecer también su propio trabajo y todas las cosas creadas. Se ofrece en la Iglesia por los vivos y los difuntos, para que a todos aproveche, ya que ha sido establecido para la salvación de todos.

Y su celebración ha sido el centro de la vida cristiana desde los albores mismos de la Iglesia, cuando ya en las reuniones apostólicas se tenía la "fracción del pan", expresión que designaba la Eucaristía. Así cumplían los primeros fieles el encargo dado por el Señor en su Última Cena y ponían en práctica lo que el mismo Cristo había hecho con ellos en el cenáculo y -tras su resurrección- con los discípulos de Emaús. La Eucaristía fue el primer signo de identificación de nuestra fe, hasta el punto de que estos últimos, abatidos por las noticias de la muerte de Jesús en Jerusalén, lo reconocen en la fracción del pan. Es un indicio de la forma de comida fraterna que tenía la celebración eucarística.

En la Eucaristía revive la Hermandad el memorial de la muerte y la resurrección de Cristo, precisamente el día siguiente de esta última. Y con la Iglesia ofrece a Dios Padre su mismo Hijo, que renueva el sacrificio pascual y, con él, entrega su propia vida, santificada por el Espíritu Santo. La Misa semanal es encuentro de los hermanos y memorial de la muerte redentora de Jesús: en ella se actualiza y se celebra aquel acontecimiento histórico con el que Dios quiso reconciliar al mundo consigo. En ella está, pues, el centro de la vida cristiana, de la vida de esta Hermandad del Santo Entierro. Admirable misterio de fe que nos permite descubrir la presencia de Cristo en la palabra de la Sagrada Escritura, en la comunidad reunida en su nombre, en el sacerdote celebrante y bajo las especies del pan y del vino. En la Misa celebramos el misterio de la salvación, anunciado en el Antiguo Testamento y realizado en Jesucristo y actualizado en la Iglesia.

Estas breves notas nos ayudan a comprender que Jesús quiso hacer de la Eucaristía un sacramento de fraternidad. En su Última Cena anunció Cristo su muerte inminente, estableció su valor de sacrificio, anticipándolo en los símbolos del pan y del vino entregados y en la acción del lavatorio de los pies de sus amigos. La Pasión y la Cruz marcan entonces la hora del Señor, inmolado como inocente víctima propiciatoria que se da por nuestra salvación. 

Y a fin de que este don tan precioso tuviese una presencia salvadora siempre actualizada entre nosotros, quiso dejarnos, bajo la apariencia del pan y del vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento espiritual en el camino de la vida, y su sangre, para que fuese nuestra bebida:

Oh celestial comida,

pues por nosotros el Señor ofrece

su carne, pan de vida

que adoración merece

porque al comerlo el hombre se enaltece.

O celestial bebida:

sangre de Cristo fluye generosa

del vino convertida,

y en donación graciosa

la entrega Dios por redención preciosa.

2 | Mors mortem superavit

La imagen visible más explícita del Cordero eucarístico ofrecido en holocausto, que dio por todos nosotros su cuerpo, abierto en mil heridas, y su sangre, derramada por amor hasta la última gota, es sin duda la de Cristo Yacente, muerto en el sepulcro.

La dimensión sacramental de esta iconografía arranca del Renacimiento español, especialmente en la versión que de este tema realizó Juan de Juni en 1540, conservada hoy en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Concebido en su origen como la escena central de un retablo, María figura como Virgo sacerdos, que oficia el sacrificio ofreciendo el cuerpo de Cristo sobre el sarcófago, trasunto del altar eucarístico. El carácter frontal de esta composición favorece una adoración doble, la de los personajes del grupo y la de los fieles, creando así una nueva teatralidad en torno a la Eucaristía. De este mismo espíritu participaría, ya en el siglo XVII, Pedro Roldán en el retablo mayor de la iglesia de San Jorge (la Santa Caridad) de Sevilla, en el que la teatralidad barroca añade la contextualización del Calvario, realizado en bajorrelieve y como telón de fondo del conjunto. Y en la iglesia de San Gregorio (Santo Entierro de Sevilla), la disposición actual del altar mayor refuerza claramente esta relación entre Cristo Yacente y la Eucaristía, pues bajo la cruz triunfante, que lo preside todo, y bajo la urna neoclásica en la que se venera la sagrada imagen, se dispone el riquísimo Sagrario de plata, donde está siempre Cristo real, el Pan Vivo que ha bajado del cielo. Y es que cuando Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena dijo a los apóstoles: "Tomad y comed, este es mi Cuerpo". Y eso mismo parece que nos repite cuando contemplamos aquí a Cristo Yacente, un cuerpo muerto y dolorido, un cuerpo aniquilado por el sufrimiento y por el odio, porque sin Pasión y Muerte no hay Resurrección. Y también les dijo, tomando el cáliz: "Bebed todos de él, porque esta es mi Sangre de la Nueva Alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados". La sangre de las llagas de sus pies, de sus manos, de su costado, es así la señal de la Nueva Alianza, de la entrega del Hijo de Dios por la salvación de la humanidad. La Muerte ha vencido a la Muerte. Del sacrificio de Hijo de Dios procede, pues, el Misterio de Amor central de nuestra fe.

El significado sacramental del tema facilitó además su vinculación con los monumentos eucarísticos, lo que generaría una mayor demanda de imágenes exentas de Cristo Yacente, que en ocasiones llegan a convertirse en auténticos tabernáculos, albergando un ostensorio en su tórax. La gran proliferación de cofradías del Santo Entierro aportaría el resto necesario para generalizar la imagen del Yacente como escultura procesional.

Esto fue en el siglo XVII, aunque ya desde finales de la Edad Media y, sobre todo, tras el Concilio de Trento (1545-1563) a fines del siglo XVI, el culto al Santo Sepulcro alcanza un gran auge, hasta el punto de desplazar a otras devociones de las preferencias populares y también de las reflexiones teológicas. A la vez se iba realizando una reelaboración iconográfica del tema de Cristo muerto, donde poco a poco van desapareciendo personajes secundarios hasta consolidar el tipo de Jesús Yacente y, rodeándolo, todos los elementos alegóricos y emblemáticos en línea con la cultura y el arte barrocos, preferentemente con la disciplina de la escultura. Y entre ellos, ocupando un lugar principal, la Urna, como un trasunto del Santo Sepulcro. En ella se expone a la veneración el cuerpo muerto de Cristo, tanto sobre el catafalco como en el cortejo procesional.

Las razones que explican este éxito iconográfico y devocional  habría que buscarlas en el creciente pietismo popular y también en el tremendismo barroco, los cuales van a dar origen a las representaciones escénicas de los misterios sagrados en el interior de las iglesias o en sus inmediaciones, como en las plazas o frente a las portadas de los templos. En realidad estos dramas sacros o litúrgicos proceden de la Edad Media. De ellos ya se hacía eco Alfonso X el Sabio en las Partidas (Partida I, Ley 34, Título VI): Los clérigos [...] non deben ser fazedores de juegos de escarnios [...]. Pero representación ay que pueden los clérigos fazer [...] E otrosí de su aparición, como los tres Reyes Magos lo vinieron a adorar. E de su Resurrección, que muestra que fue crucificado e resucitado al tercer día".

Estos misterios sagrados se fueron haciendo cada vez más realistas y más emotivos, buscando conmover la piedad de los fieles, sobre todo con las representaciones de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo con los ritos procesionales, característicos de la religiosidad popular postridentina.

Sabemos que la Hermandad del Santo Entierro de Sevilla celebraba en los años finales del siglo XVI la representación del Descendimiento en el monte que existía fuera de la Puerta Real o de Goles, frente al Oratorio de Colón, donde tenía entonces su sede. Según indica el abad Gordillo, allí se realizaba una piadosa ceremonia en la mañana del Viernes Santo. A las 12 del mediodía se ponía en aquel collado cerca de su residencia la imagen del Crucificado, acompañado de los dos ladrones en alto, y al pie de la cruz las imágenes de Nuestra Señora de Villaviciosa, San Juan Evangelista y las tres Marías, representando la escena del Calvario, nombre con que era conocida popularmente aquella colina. A la tres de la tarde, un predicador trataba sobre el momento de la Cruz y su Descendimiento, que se llevaba a cabo por cuatro sacerdotes (a los que se les llamaba "varones timoratos"), que desclavaban y bajaban al Señor de la cruz y lo situaban en el regazo maternal de la Santísima Virgen. A continuación envolvían su cuerpo en una mortaja y desde allí lo llevaban en unas parihuelas al Oratorio de la Cofradía y se disponía su Santo Entierro, marchando en procesión a la Santa Iglesia Catedral donde esperaba el Cabildo. A su vuelta, el Cristo Yacente se quedaba en el Convento de San Pablo, en cuyo jardín había un sepulcro, trasladándose el resto de la procesión a su Oratorio. El domingo de Pascua aparecía sobre el sepulcro la efigie de Cristo Resucitado y los hermanos venían vestidos con sus mejores galas, y acompañada de música llevaban a la Sagrada Imagen con gran solemnidad a su templo, donde se celebraba la fiesta de la Resurrección. 

Esta teatralidad dramática apunta ya al espíritu del Barroco, que tanta importancia tuvo en la representación plástica de todas las artes (escultura, pintura, arquitectura...) e imponía unas escenas dotadas de dinamismo y de acción, relacionadas con una exaltada espiritualidad.

A partir de 1604 el Cardenal Fernando Niño de Guevara prohíbe las representaciones escénicas de la Pasión y todas las ceremonias anteriores y posteriores a la misma: Calvario, Descendimiento, Santo Entierro, Duelo... Se establece la obligatoriedad de que todas cofradías de Sevilla hagan su estación de penitencia a la Catedral, y las de Triana a la Parroquia de Santa Ana. Este piadoso acto sustituirá a las antiguas escenificaciones; además los cortejos se unifican, y los pasos -que en un principio eran de pequeño tamaño, pues durante un tiempo se siguieron portando todavía a las mismas imágenes titulares en sus reducidas andas- aumentarán su envergadura y su riqueza artística, conforme se fueron sustituyendo las imágenes a lo largo del siglo XVII por el nuevo modelo estético barroco.

Estos cambios afectaron de lleno a la Hermandad del Santo Entierro, que tuvo que variar radicalmente su modo de procesionar para adaptarse a las nuevas disposiciones arzobispales. Es en esta coyuntura histórica (hacia 1618-1620) cuando se sustituye la imagen del anterior Cristo Yacente -de menor tamaño que el natural, con los brazos articulados para la ceremonia del Descendimiento, conservada en una urna situada bajo el altar de la Virgen, en la nave del Evangelio de la Iglesia de San Gregorio por la actual efigie, atribuida con todo fundamento a Juan de Mesa. Las analogías formales que presenta con el Crucificado de la Buena Muerte, gubiado por el escultor cordobés para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en 1620 y hoy en la Capilla de la Universidad de Sevilla, son evidentes. Por si hubiera dudas, tiene la ceja izquierda taladrada por una espina: un grafismo inherente al vocabulario artístico de Mesa, que puede considerarse como una firma encubierta del artista. La Sagrada Imagen es de una unción religiosa extraordinaria y de una admirable perfección artística y un gran realismo anatómico. Tiene la cabeza dulcemente reclinada sobre una almohada, el cuerpo rígido y las rodillas flexionadas como consecuencia de la violenta postura que conservó en la cruz y como signo del rigor mortis. El sudario sigue aún muy de cerca el modelo montañesino, al no emplear soga de sujeción.

Esta Sagrada Imagen vino a colmar todas las necesidades espirituales y materiales de la Hermandad del Santo Entierro. Y siempre ha ocupado el lugar principal en las sucesivas sedes canónicas de esta corporación. Así, cuando la Orden de la Merced, para fundar el Colegio de San Laureano en el lugar que ocupaba la Capilla de la Hermandad, obtuvo de ésta la cesión de la misma, se reservó a cambio el patronato de la nueva iglesia, en cuyo altar mayor se colocaron las imágenes de la Cofradía. La destrucción del templo de San Laureano por los franceses en 1811 causó graves daños a la Hermandad, que, restaurada en 1830, quedó ligada institucionalmente al Ayuntamiento de Sevilla y cambió varias veces de residencia hasta que, en 1867, en virtud de la concordia firmada con la Real Academia de Medicina de Sevilla, se estableció definitivamente en la Iglesia del Santo Sepulcro y San Gregorio Magno, donde se halla hoy erigida. En ella ocupa el Cristo Yacente el altar mayor, dentro de la urna acristalada, de estética neoclásica, procedente del paso procesional estrenado en 1830. 

A Él dedica la Hermandad Solemne Quinario con Función Principal de Instituto al comienzo de la Cuaresma, y preside un piadoso Viacrucis por las calles cercanas al templo el segundo domingo de dicho tiempo. En la estación de penitencia del Sábado Santo, la imagen del Cristo Yacente procesiona hoy sobre un espléndido paso de estilo neogótico todo en madera tallada y dorada, primorosa obra de Antonio Ibáñez y de Joaquín Pineda, aunque la urna acristalada que representa el Santo Sepulcro, en cuyo interior va Cristo Muerto, se debe a Juan Rossi, con un diseño de Antonio del Canto, es la del anterior paso de 1880. En la crestería se sitúan veinte ángeles orantes en pie, y rematando la urna se yergue la figura alegórica de la Fe.

El paso se ilumina con luz eléctrica en la urna y con candelabros de guardabrisas con cera roja en el canasto. La obra fue realizada entre 1995 y 1998, siguiendo la estética neogótica, con una talla muy bella y delicada que recuerda el estilo flamígero, cuya fuente artística de inspiración es el altar mayor de la Catedral de Sevilla. En las esquinas del canasto aparecen las imágenes policromadas de San Fernando, San Pedro Nolasco, San Laureano y San Gregorio, santos todos ellos relacionados con la historia de la Hermandad y sus sedes canónicas, y se reparten también las figuras de los doce apóstoles. Adornan el paso en el centro de sus cuatro frentes otras tantas cartelas estofadas y policromadas del escultor Emilio López Olmedo que representan las escenas de la Sagrada Cena, la Exaltación de la Cruz, el Descendimiento y la Resurrección. Los respiraderos llevan los escudos de la Casa Real española, de la Hermandad del Santo Entierro, de la ciudad de Sevilla y de la Orden de la Merced.

Esta Sagrada Imagen y el misterio que representa, el Santo Entierro de Cristo, está unida a la Monarquía Hispana desde sus mismos y legendarios orígenes. Así, es piadosa tradición que al propio Rey Conquistador de la Ciudad, San Fernando, le cupo el honor de crear y regir esta Hermandad, movido por el hallazgo casual de una efigie de Cristo Yacente entre dos paredes del barrio de los Humeros, en donde se edificó una Capilla al sitio denominado del Monte Calvario, inmediato a la Puerta Real, en la que más adelante, y con parte de la casa palacio de Hernando Colón, se fundó el Colegio de San Laureano, de la Real, Militar y Celeste Orden de Nuestra Señora de la Merced. Desde finales del siglo XVII, cuando S.M. el Rey Carlos II acepta el título de Hermano Mayor, todos los monarcas españoles han venido ostentando dicho cargo, como sucesores del Santo Rey, y así se declara y recoge en las Reglas u Ordenanzas aprobadas por el Real Consejo de Castilla en 1805. El Viernes Santo de 1887, por primera vez en la historia de las Cofradías de Sevilla, la presidió su Hermano Mayor el Rey Alfonso XII, circunstancia que se repitió en 1930 en que fue presidida por Alfonso XIII. Más recientemente, S.M. el Rey D. Juan Carlos I, tras haber aceptado el cargo, fue recibido como Hermano Mayor de la Hermandad y juró sus reglas ante el Cabildo de Oficiales reunido en el Palacio Real de Madrid el 21 de abril de 1976. Y el 30 de marzo de 2015, S.M. el Rey D. Felipe VI, que se encontraba en Sevilla por motivo oficial, quiso visitar la sede de su Hermandad del Santo Entierro, y rezó con gran fervor ante la imagen prodigiosa del Cristo Yacente, colocado ya en sus parihuelas para el traslado al paso, que se produciría al día siguiente, Martes Santo. Sin duda un emotivo encuentro del Hermano Mayor con la honda espiritualidad que desprende Jesús en el Sepulcro, histórica devoción de sus predecesores.

Contemplando a Cristo Yacente que pasa ante nosotros vemos todos verdaderamente la certeza completa de sus palabras en la cruz: "Todo se ha consumado..." Sevilla cierra su Semana Santa escenificando así el Santo Entierro de Jesús, en la procesión oficial de las Hermandades y de la ciudad de Sevilla... El Capitán General, que ostenta la representación de S.M. el Rey de España, preside el duelo, a los sones de una banda militar... Sí. Todo se ha consumado... Ya estás, Señor, exánime, ya estás muerto... O mejor, ya te han matado, por fin te han matado todos aquellos a quienes, por proclamar Tú el amor y la verdad, tanto estorbabas... Y no solo ellos... Todos en ti hemos puesto nuestra mano. Como oveja dócil fuiste llevado al matadero, y hemos blanqueado en tu sangre nuestros mantos. Esta escrito. Tenía que ser así, Tenía que venir el Mesías al salvar al mundo, pero el mundo no te conoció.

Pero Sevilla sí te conoce y te reconoce como el Hijo de Dios que reposa muerto, Yacente en el Sepulcro, en la cárdena hora crepuscular de la tarde doliente del Sábado Santo, tarde de luto y de dolor en espera de la Resurrección:

Oh dulce rostro de muerte vencida,

prodigio de bondad y de dulzura,

fuente de amor en esa sepultura

donde yaces por dar al hombre vida.

Tu sangre derramada, recogida

está por una tierra que ya es pura:

por ella y tu Pasión -paga segura-,

está la humanidad bien redimida.

Mas qué precio has pagado por nosotros:

dándote por completo así a los otros

la vida se te escapa como un río...

Que por tu muerte cruel en un madero

diste la Salvación al mundo entero

y eres, yacente, este cadáver frío.

3 | In hoc signo vinces

La Muerte ha vencido a la Muerte. Ya lo proclama esa cruz vacía que reverdece ahora en una primavera florecida. Sus nudos desbastados por el cepillo, sus terribles muñones de brazos mutilados adquieren nueva vida en frutos de amor por la sangre que generosamente había vertido por todos el Crucificado.

Triunfo de la Santa Cruz, triunfo de la Vida sobre la Muerte. En la cruz se apoyan las dos escaleras del Descendimiento y del madero pende negro lienzo con la inscripción MORS MORTEM SUPERAVIT. A sus pies, un esqueleto abatido, con una guadaña en su mano, alegoría barroca de la Muerte, se sienta meditativo sobre la bola del mundo, consciente del fin de su poder, de su derrota. Al globo terráqueo se enrosca la serpiente con la manzana del Pecado Original en la boca. Este paso -que es el primero de la Cofradía- salió por vez primera en 1693, y constituye una de las escenas más populares de toda la Semana Santa de Sevilla. La figura de la Muerte se debe a la gubia de Antonio Cardoso de Quirós, y fue restaurada por Juan de Astorga en 1830. Las andas, doradas y talladas en estilo neogótico, son de Juan Rossi, de 1880. Cuatro severos hachones con cera roja dan luz al misterio. Se exorna con cardos y hiedra, símbolos vegetales de la Pasión y la inmortalidad.

Este misterio alegórico -de los pocos que quedan en nuestra Semana Santa- es conocido popularmente como "La Canina", por representar la imagen de la Muerte en la forma de un esqueleto. Su trono es la bola del mundo y su antídoto la emergente cruz desnuda, en la que ondea un sudario blanco y otro negro. La leyenda escrita sobre él nos descubre el significado alegórico de este paso, proclamando que la Resurrección del Señor venció a la Muerte, perdonó el Pecado y derrotó al Demonio.

La Cruz alzada sobre el suelo, signo de la victoria y del triunfo. A ella dedica la Hermandad Función Solemne el día de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre de cada año. IN HOC SIGNO VINCES, con esta señal vencerás. Según la narración escrita transmitida por los principales historiadores cristianos de la Antigüedad, Constantino I adoptó esta frase como lema después de su visión de un Crismón en el cielo justo antes de la batalla del Puente Milvio contra Majencio el 28 de octubre del año 312. El símbolo del cristianismo primitivo consistía en un monograma compuesto por las letras griegas chi (X) y rho (P), los dos primeros en el nombre de Cristo (en griego: Χριστός). En épocas posteriores el crismón "IHS", representaba las tres primeras letras de "Jesús" en griego latinizado (Ίησους, latinizado IHSOVS) y el "In hoc signo" de la leyenda. Con esta señal vencerás. Con esta señal Cristo ha vencido a la Muerte.

La muerte del Redentor ha vencido a la Muerte. Solamente en la Cruz está nuestra  esperanza: con esta señal venceremos. Porque tú eres el signo de la vida nueva, la luz definitiva que guías nuestro caminar y abres la marcha de la Cofradía, imagen de la peregrinación. Tú, el faro esplendente que disipas tantas sombras y nos haces ver las cruces de nuestra existencia como cargas llevaderas que compartimos con El que desde ti dio su sangre hasta la última gota por nosotros, en precio de nuestra salvación. Y solo tú, vacía ya de su cuerpo, en esta Semana Santa que ahora termina, proclamas que Cristo Resucitado, Señor de la vida eterna, ha vencido nuestra muerte con su gloriosa Resurrección:

Sobre el Calvario está la Cruz erguida

como bandera alzada del cristiano,

desnuda ya del cuerpo soberano

que en ella dio su alma por la herida.

Con su muerte, la Muerte fue vencida.

Cristo en la Cruz triunfó sobre el gusano,

y el infame suplicio es por su mano

leño de amor y árbol de la vida.

Aquí el gran sacrificio se consuma.

El mismo Dios hecho hombre se ha entregado

y ha puesto bases nuevas a la Historia.

Desde la Cruz -¡oh positiva suma!-

vence la gloria del Resucitado.

¿Dónde, oh Muerte, se esconde tu victoria?

4 | Stabat Mater Dolorosa

Y tras Cristo muerto, que espera Yacente en el Sepulcro su próxima Resurrección, la Madre, María Santísima de Villaviciosa, velando firme su sueño de esperanza... ¡Qué pena, qué dolor tan hondo ha sentido su tierno corazón al verlo maltratado, herido, llagado, y ahora muerto y sepultado! ¡Cómo se han hecho realidad en Ella las proféticas palabras del anciano Simeón cuando en el Templo le predijo que un día una espada de dolor travesaría su alma!

Tu confianza, Madre mía, en Dios, tu fidelidad y la fe en sus promesas no te hicieron el camino fácil. Al principio, la tribulación de la desposada que estaba encinta y podía recibir el rechazo de su prometido. Luego vino el alumbramiento en un lugar improvisado, porque no había sitio para vosotros en la posada. Y después el exilio en Egipto; y el dolor de la madre que pierde a su hijo... Y su Pasión: la angustia de verlo sentenciado, cargado con la cruz, clavado en ella, y ahora muerto en el Sepulcro. Madre mía, ¿qué hemos hecho con Jesús, qué hemos hecho contigo?... Tú nos lo diste niño, envuelto entre pañales en la cálida alegría de la noche de Navidad y nosotros te lo devolvemos desnudo, roto, en esa blanca soledad tan fría de la mortaja y el Sepulcro. 

La Madre Dolorosa es la que preside el tercer paso de esta Cofradía, estrenado en 1965, obra del artífice Luis Jiménez Espinosa, compuesto por una hermosa canastilla con sus candelabros con cera blanca y respiraderos, todo de madera tallada y dorada, de estilo gótico florido. El canasto lleva en sus centros cuatro grandes relieves policromados debidos a la gubia de Francisco García Madrid que representan el encuentro en la Calle de la Amargura, el Calvario, el Traslado al Sepulcro y la Piedad. Y sobre él, formando el grupo del Duelo, destaca al fondo la Sagrada Imagen de la Santísima Virgen de Villaviciosa, y a sus lados, formando dos filas, las de San Juan Evangelista, las tres Marías, y los dos santos varones, José de Arimatea y Nicodemo, portando uno de ellos el escrito enrollado de Poncio Pilatos con la autorización para enterrar el Cuerpo del Señor. Las efigies son obra de Juan de Astorga en 1829, cuando el Asistente Arjona rehizo lo perdido en la invasión francesa y logró la reorganización de la Hermandad en 1830. Anterior es la de la Virgen, que pudo salvarse, cuya autoría está documentada como obra de Antonio Cardoso de Quirós, en 1693.

Este misterio del Duelo está inspirado en el rito popular de expresar la condolencia a los familiares del difundo tras enterrar a los fallecidos en el cementerio. Esta es la causa por la que San Juan, los Santos Varones y las Marías se disponen a dar el pésame a la Virgen Dolorosa que, con la corona de espinas en sus manos, preside la luctuosa escena. Todas las imágenes van ricamente ataviadas con vestiduras bordadas por Teresa del Castillo en 1880, con un original diseño de Antonio del Canto a base de motivos del arte gótico: soles entrelazados, estrellas, cardos, flores trilobuladas, arcos apuntados, etc. 

La Santísima Virgen de Villaviciosa es la devoción mariana radical de la Hermandad desde sus mismos orígenes. En el siglo XVI, unos genoveses llegaron a Sevilla -entonces puerto y puerta del Nuevo Mundo- y trajeron consigo el amor a la Virgen de Villaviciosa, una devoción procedente de la sierra cordobesa. Fundaron una Cofradía bajo esta advocación, radicada en el Hospital del Espíritu Santo. Al suprimir el Cardenal Rodrigo de Castro los hospitales gremiales, esta corporación pasó al Oratorio de Colón, fuera de la Puerta Real, sede de la Hermandad del Santo Entierro, apareciendo hacia el año 1595 los dos ya unificadas bajo el título del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo y Nuestra Señora de Villaviciosa, con el carácter de una hermandad penitencial. 

Desde entonces hasta hoy, la Santísima Virgen de Villaviciosa ha sido la guía maternal de esta Cofradía. A Ella dedicó su Fiesta Principal el día 5 de julio, la única que celebró durante muchos años, y a Ella también consagra ahora su Triduo Solemne al inicio del tiempo del Adviento. Y el lema de María, Madre Dolorosa, figura en el estandarte de la Hermandad, bordado en letras de oro, sobre terciopelo negro, rodeando el escudo de la Urna con las tres cruces y las armas reales de España, como signo visible del carisma mariano de la corporación: UBI EST DOLOR SICUT DOLOR MEUS? (Lamentaciones, 1, 12). ¿Dónde hay dolor como mi dolor? ¿Dónde hay un dolor más acerbo que el de una madre que ve morir a su hijo sin poder hacer nada para evitarlo?

Sí, Madre mía. Este dolor tuyo es lo que te hace tan cercana a nosotros, porque tus Penas al ver a tu Hijo muerto por redimirnos son la imagen más perfecta de tantas madres que sufren y a pesar se su dolor mantienen viva la esperanza... Porque Tú, Señora, nos anuncias la Esperanza en tu propio dolor. Tu Esperanza es gozosa, incluso en el sufrimiento. Tú, que padeciste con tu Hijo los tormentos de su pasión, sabías que iba a resucitar. Por eso lo contemplas ahora, cuando los Santos Varones y las Tres Mujeres ya lo han depositado en el Sepulcro, como despidiéndote de Él por unos días... Con el dolor de la madre que ve a su hijo muerto, pero con la Esperanza de la Madre de Dios... Por eso mismo no estuviste al amanecer del domingo en el Sepulcro. Tú no tenías duda. Jesús dijo que al tercer día resucitaría y Tú, como siempre, lo creíste.

Nuestro gozo es que Tú eres "una de nosotros", que experimentaste plenamente la salvación. Con absoluta fidelidad, sin reservas, acogiste la amistad de Dios. La comunicación de la vida divina pudo realizarse en Ti sin que encontrara resistencia de pecado. No ambicionaste otra cosa que ser instrumento del Espíritu Santo. Comprendiste que solo una cosa tiene valor absoluto: hacer tuya la voluntad de Dios. 

María, asociada al misterio de Cristo en el Nacimiento y la Pasión y la Muerte, lo está también en la Resurrección. Jesús padece y expira en la cruz, es sepultado y al tercer día resucita. La Resurrección, considerada hasta entonces como un evento del final de los tiempos, se convierte con el Señor en un hecho de la propia historia, plenamente cargado de una novedad misteriosa. La Muerte y Resurrección de Jesús hacen posible la grandeza de tu fe, Madre mía, la sencillez de tu obediencia, tu generosa y eficaz cooperación al proyecto de Dios. Tu maternidad implica, pues, una unión total con el misterio de Cristo en su vida terrena hasta la prueba y la cruz; en su gloria hasta tu participación en la Resurrección. La que fuera "colmada de gracia" por parte de Dios (Lc. 1, 28) se mantiene en el plano de los miembros de la Iglesia, colmados de Esperanza hacia el Amado. De esta manera, tus prerrogativas ponen aún más de manifiesto aquello que la Redención ofrece a todos: la victoria sobre la Muerte con la Resurrección del cuerpo. La Esperanza se siente así llegada a su término, porque en el designio de la sabiduría de Dios todo está ligado en Ti al hecho de haber sido escogida por la Trinidad para ser la Madre de nuestro Salvador, el Hijo de Dios encarnado:

De pie estaba tu Madre, sobre el suelo,

en fúnebre dolor y grave pena.

Y Tú yaces abierto, carne y vena,

para ganarnos por amor el cielo.

¡Qué profunda tristeza y desconsuelo

en su rostro de pálida azucena!

Mujer valiente que -de Gracia llena-

te dio la vida y ahora ve tu duelo.

Mas ya se anuncia en Ella el nuevo día

en que el gozo más pleno se afïanza

y devuelve a su rostro la alegría.

Elegida de Dios, todo lo alcanza

la dulce y hermosísima María.

pues por Ella nos viene la Esperanza.


D. Miguel Cruz Giráldez

Licenciado en Filosofía y Letras y Doctor en Filología Hispánica. Profesor de Literatura Española de la Universidad de Sevilla